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La urgencia de atender a la defensa del imperio, gravemente minado por la actividad corsaria, puso en marcha por encargo expreso del rey Felipe II la misión del Mariscal de Campo Luís de Tejada y del ingeniero Bautista Antonelli en 1587.

Para Cartagena, ya identificada como una de las llaves del imperio, punto de vital importancia para la protección del Caribe Sur y de las comunicaciones por el Istmo de Panamá con el riquísimo virreinato del Perú, Antonelli proyectó un recinto amurallado correcto y práctico que se ajusta disciplinadamente a las circunstancias topográficas del sitio.

 


Es el Baluarte de Santo Domingo hacia 1602, donde el esquema de Antonelli comienza a plasmarse. Sobre la Avenida misma por donde Francis Drake había penetrado en Cartagena, Roda decide cimentar el primero de los grandes baluartes. La ciudad no tenía aún, reductos en piedra y sus pocos defensores apostados en una trinchera apresuradamente dispuesta en el estrecho itsmo que separaba Bocagrande de la ciudad, justo donde pasa hoy la avenida Santander, nada pudieron hacer frente a los invasores.

San Felipe (Nombre dado inicialmente) fue modelo de las proporciones regladas por la Escuela italiana de fortificación. En su cuello o gola se abrían a ras de piso las plazas bajas para los cañones que debían flanquear las cortinas de ambos lados cruzando fuegos, a derecha e izquierda, con los pequeños baluartes vecinos de Santiago y La Cruz.

A principios del siglo XVIII, durante las sustanciales reformas y reconstrucciones del ingeniero Juan de Herrera y Sotomayor, desaparecieron las plazas bajas, pero subsisten a ambos lados de la rampa, las bóvedas que les servían de acceso. También quedan, veinte metros a la izquierda en la contramuralla, los testigos del dintel de la tapiada puerta de San Felipe. Don Juan de Herrera la trasladó a sitio más seguro en el lado opuesto del baluarte, por donde todavía se puede transitar tranquilamente.

Desde antes de Juan de Herrera, el baluarte había sido rebautizado con el nombre de Santa María, pero al fin de cuentas ni San Felipe ni Santa María hicieron carrera. El vulgo terminó por llamarlo, como a la puerta contigua, Santo Domingo, por el convento vecino que desde el siglo XU prestó su nombre a la toponimia de ese rincón de Cartagena.

 


Así como Santo Domingo era la llave de la defensa de Cartagena por el sureste, Santa Catalina y San Lucas los protegían por el noreste. Esto baluartes eran los encargados de impedir el acceso enemigo por la peligrosa avenida de Cruz Grande, lo que hoy llamaríamos el Cabrero, Marbella y Crespo hasta la Boquilla. Cristóbal de Roda siempre siguiendo la traza de su tío Antonelli, pero acomodándose mejor al terreno, avanza los baluartes en dirección de la Boquilla dejando detrás de ellos los terrenos baldíos que habrían de conformar la enorme huerta del Convento de San Diego y paliar no poco con sus frutos y la abundancia de jagüeyes, los rigores de los sitios a que sería sometida la ciudad.

Los primitivos baluartes de Santa Catalina y San Lucas, uno sobre el mar y el otro sobre el caño de Juan Angola, flanqueaban desde sus plazas bajas, como Santo Domingo, la cortina que cerraba el recinto y que abrigaba en su centro, la puerta de Santa Catalina.

Terminados en 1638, San Lucas y sobretodo Santa Catalina, sufrirán mucho por los embates del mar y especialmente por las voladuras de los franceses del Barón de Pointis durante la toma y ocupación de la ciudad en 1697. La reconstrucción 1719, como la de todas las averiadas defensas de Cartagena, correrá a cargo del incansable y competente Maestre de Campo Juan de Herrera y Sotomayor. Igual que en Santo Domingo, desaparecen las plazas bajas y se reubica la puerta al otro lado del baluarte de San Lucas en su emplazamiento actual Se reparan además, los aljibes públicos y sus canales colectores y se le roba al mar, construyendo espolones con cajones de madera rellenos con piedras, una pequeña playa que proteja el baluarte de Santa Catalina de los temporales y que será la antecesora del terreno rescatado de las olas por donde hoy pasa la avenida Santander.

Hoy, luego ser restaurado por la Sociedad de Mejoras Públicas de Cartagena, el baluarte es la sede del Museo de las Fortificaciones.

 


Desde diciembre de 2002, en el interior del Baluarte de Santa Catalina, la Sociedad de Mejoras Públicas de Cartagena, dio al servicio el Museo de las Fortificaciones.

El Museo de las Fortificaciones, es un Museo de Sitio, un recinto que resume siglos de historia, de una dinámica febril e intensa que fue la construcción de Las Murallas. Un lugar que habrá de servir para hacernos pensar, pensar en el tiempo, pensar en como fueron construidas, en quienes las construyeron, en por que existen en esta Ciudad donde existen y por que son como son. Este espacio no solo yacen respuestas, sino que quedan planteadas preguntas, para todo aquel que tenga capacidad de asombro ante la inmenso esfuerzo humano que hay tras la construcción de la ciudad amurallada.

En el interior del Baluarte de Santa Catalina y utilizando sus espacios como la Casamata (sistema de fortificación subterráneo protegido por el mismo cuerpo de la muralla), el Túnel de Escape o Socorro (este túnel es el único ejemplar que tiene comunicación con el exterior del sector amurallado), la Galería que une la plataforma superior del Baluarte con el área denominada El Espigón de la Tenaza y el Aljibe o Cisterna, como parte integral del Museo. Se ha implementado lo que hemos denominado un Museo Vacío, donde a través de paneles se presenta, obedeciendo aun orden cronológico, la historia de la construcción de las fortificaciones de América del Siglo XV al XIX; información sobre la construcción de fortificaciones en América ( con énfasis en las construidas en Cartagena de Indias); la historia del Baluarte de Santa Catalina y su proceso de restauración adelantado entre 1996 y el año 2000; Perfiles biográficos del Ingeniero Militar Don Antonio de Arévalo y el Defensor de la Ciudad, Don Blas de Lezo; Información sobre el emplazamiento estratégico de Cartagena de Indias; Estrategias utilizadas en la defensa de la Plaza-Fuerte de Cartagena y datos sobre la Carrera de Indias, las incursiones de piratas y corsarios y las medidas tomadas por el Rey Felipe II.

 


Los cañones de San Ignacio apuntaban hacia la Bahía de las Ánimas. La misma que hoy abriga el tráfico de cabotaje y que entonces, antes de los rellenos recientes, se extendían por todo el playón entre la Avenida Santander y las cortinas de la ciudad. Por allí navegaban obligadamente, las pequeñas embarcaciones que servían de puente entre los galeones surtos en la Caleta, allá frente al Club de Pesca y la Base Naval, y muelle de la Contaduría, muy cerca del actual despacho del Alcalde Mayor. Su misión era cooperar en el descubrimiento de la avenida de Bocagrande, y desestimular cualquier intento contra el muelle o contra la ribera del arrabal de Getsemaní.

San Ignacio, conocido originalmente como baluarte de los Moros, debió quedar terminado hacia 1630. La obra de Cristóbal de Roda habría de soportar sin embargo, más de un sobresalto jurídico en esta primera etapa de su existencia. En efecto, sobre la cortina contigua, y previas las autorizaciones de rigor, la Compañía de Jesús construyó su claustro y colegio en el sitio mismo que aún ocupan. La anexión religiosa de una construcción militar sobre el “frente de plaza” a la que además, le abren dos pequeños pero peligrosas surtidas puertas, provocó una de esas controversias interminables que hacía quizá más llevadera la casi inmutable tranquilidad colonial. Y fue así como por más de treinta años los ingenieros militares pugnaron por desalojar a los jesuitas obteniendo inclusive una orden de demolición, y estos se defendieron con acciones dilatorias, alegando falta de recursos para mudarse a otra parte.

Por orden real también fue necesario crecer a San Ignacio. Gracias a Juan de Herrera y Sotomayor el baluarte adquirió finalmente hacia 1730, su dimensión actual, con su gran garitón barroco y su rampa de acceso, resurgida hace unos años en el curso de la restauración que demolió el estéticamente desacertado Monumento a la Bandera. También de la época de Herrera, data quizá su nombre actual, San Ignacio, por la iglesia cercana, hoy de San Pedro Claver, que hacía parte del establecimiento de la Compañía. Mejor por supuesto, el santo de Loyola que unos Moros para defender a Cartagena donde estaba ya bien enraizada la tradición de bautizar fuertes y baluartes con todo el Santoral.

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